Muy pocos de nosotros disfrutamos plenamente de algo. Es muy pequeño el júbilo que nos despierta la visión
de una puesta del sol, o ver a una persona atractiva, o a un pájaro en vuelo, o un árbol hermoso, o una bella danza.
No disfrutamos verdaderamente de nada. Miramos algo; ello nos entretiene o nos excita, tenemos una sensación
que llamamos gozo. Pero el disfrute pleno de algo es mucho más profundo, y esto debe ser investigado y
comprendido [… ].
A medida que envejecemos, aunque queremos disfrutar de las cosas, lo mejor ya nos ha abandonado;
deseamos deleitarnos con otra clase de sensaciones: pasiones, lujuria, poder, posición. Aunque sean superficiales,
éstas son las cosas normales de la vida; no son para ser condenadas ni justificadas, sino que debemos
comprenderlas y darles su exacto lugar. Si uno las condena por carentes de valor, por sensuales, estúpidas o poco
espirituales, destruye todo el proceso del vivir…
Para conocer el júbilo, uno debe ir mucho más a lo profundo. El júbilo no es mera sensación. Requiere un
refinamiento extraordinario de la mente, pero no el refinamiento del «yo» que acumula más y más para sí mismo.
Un «yo» así, un hombre así, jamás podrá comprender este estado de regocijo en el que no existe el «uno» que se
regocija. Tenemos que comprender esta cosa extraordinaria; de lo contrario, la vida se vuelve muy trivial,
superficial, mezquina: nacer, aprender unas cuantas cosas, sufrir, engendrar hijos, asumir responsabilidades, ganar
dinero, tener un poco de entretenimiento intelectual y después morirse.